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lunes, 26 de octubre de 2009

Avancemos hacia un ingreso universal para la niñez

Por Alfonso Prat Gay (*)

El autor traza un recorrido histórico sobre la asignaciones estatales a los menores. Revela cómo funciona el sistema en el país y cuenta por qué debe implementarse la propuesta de su mentora y jefa política, Elisa Carrió.

El concepto de un ingreso mínimo para todos los ciudadanos (universal) es una vieja aspiración de muchas sociedades modernas. Ya en 1918 Bertrand Russell escribió que “un ingreso mínimo, suficiente para afrontar las necesidades, debería estar al alcance de todos los habitantes, independientemente de si trabajen o no”. Décadas antes, en 1872, también en Inglaterra, el sociólogo John Ruskin argumentaba que “el primer deber de todo Estado es que todo niño que nace sea bien alimentado, vestido y educado hasta alcanzar la mayoría de edad”. En 1948 la Declaración Universal de Principios de las Naciones Unidas estableció en su artículo 25 un concepto muy parecido al de un ingreso mínimo universal para enfrentar las necesidades básicas.

Durante el siglo XX varios ganadores del Premio Nobel de Economía (John Kenneth Galbraith, James Tobin, James Meade) suscribieron y alentaron la idea de un ingreso mínimo para todos. Hasta el liberal Milton Friedman coincidió con sus colegas en la necesidad de garantizar un ingreso mínimo, en su caso a través del impuesto negativo al ingreso, esto es, proponiendo que el Estado compensara monetariamente a quienes año a año quedaran por debajo de un mínimo no imponible.

Este consenso detrás del ingreso básico universal esconde, sin embargo, motivaciones bien diversas, recordándonos que las políticas públicas deben amoldarse a las épocas, a las circunstancias y a los valores que se intente defender. Friedman buscaba simplificar el Estado del bienestar surgido tras el New Deal de Roosevelt; Tobin aspiraba, a través de políticas anticíclicas, a que el ingreso y el consumo de los individuos no cayeran tanto en épocas de recesión; Galbraith quería compensar la injusta distribución del ingreso de las sociedades más afluentes como la americana, producto de las falencias del mercado. No menos audaz fue la argumentación de otro economista, Robert Theobald, quien en los años sesenta impulsó un ingreso universal para enfrentar el desafío de la “revolución cibernética”, que amenazaba con desplazar a toda la fuerza de trabajo, generando una crisis de “subconsumo”.

Estas ideas fueron permeando la discusión pública en la Argentina a partir de la década del cuarenta, y se tradujeron en mejoras palpables para los trabajadores, como las asignaciones familiares, la cobertura por medio de obras sociales y el aguinaldo, este último gracias al proyecto original del diputado tucumano por la UCR, don Fernando de Prat Gay.

Lamentablemente el debate tan rico y tan fructífero de aquellos años perdió fuerza con la degradación institucional de las últimas décadas. En este marco decadente, las políticas públicas no han encontrado respuestas a la creciente informalidad laboral y han recalado en el voluntarismo y el clientelismo como herramienta impotente (y perversa) para atender la exclusión social. La discusión actual en torno a una asignación universal por hijo nos brinda la oportunidad de devolverle a este debate el vuelo que se merece.

El concepto de ingreso a la niñez está veladamente incorporado en el sistema tributario y de beneficios sociales de la Argentina, aunque de una manera casi cínica. El país destina hoy $ 18.000 millones al año en salarios a la niñez, que varían según la condición laboral y la remuneración de los padres. La hija o el hijo menor de 18 años de un padre empleado formalmente con ingresos mensuales inferiores a los $ 4.800 recibe una asignación familiar de hasta $ 180 por mes.

Para niveles de ingreso superiores, los padres pueden deducir hasta $ 5.000 anuales por hijo de su declaración jurada del impuesto a las ganancias, lo que representa una exención impositiva (subsidio) de hasta $ 146 (el 35% de $ 5.000/12) por mes. Este sistema fue diseñado para un mundo de pleno empleo y en el que todos los empleos son formales. El mundo de cincuenta años atrás. En 2009 más de la mitad de los niños queda fuera de este sistema. Hace muchos años ya que este sistema clama por una reforma.

De los 12,2 millones de niños menores de 18 años que viven en la Argentina, alrededor de 4,3 millones tienen derecho a una asignación familiar que en promedio alcanza los $ 155 por mes (cuanto mayor el salario del padre, menor la asignación familiar). Hay 1,5 millones de chicos (algo más del 10%) cuyos padres reciben una deducción impositiva del orden de $ 146 por mes (esta asignación crece con el ingreso de los padres, paradójicamente). Fuera de la formalidad, existen 6,5 millones de niños que cuentan para el Estado en tanto y en cuanto alguno de sus padres tenga acceso a un plan del Ministerio de Trabajo o del Ministerio de Desarrollo Social. Como el gasto anual en dichos planes alcanza los $ 7.100 millones, podemos decir que, en promedio, los hijos de padres informales reciben alrededor de $ 90 por mes. Sabemos también que ésta es una estimación generosa ya que son muchos (millones) los que no reciben nada, y es mucho el dinero que queda en los bolsillos de los punteros.

La pregunta que debemos formularnos, entonces, es: ¿cómo logramos que estos 6,5 millones de chicos tengan beneficios similares a los de hijos cuyos padres están formalizados?

La respuesta de la política social de las últimas décadas es “démosles planes a los padres que los necesitan”. ¿Quién puede oponerse a semejante buena intención? Esto es exactamente lo que pide la Iglesia católica, en su saludable participación en el debate en los últimos días. Lamentablemente, detrás de esa buena intención se ha montado una estructura que usa a los pobres. Ellos no tienen el derecho a recibir lo que les corresponde, sino que son rehenes del puntero, piquetero, intendente o funcionario, que decide a quién si y a quién no. El dilema que enfrentan millones de argentinos es: saciar su hambre o conservar su dignidad. ¿Queremos, realmente, vivir en una sociedad en la que la tercera parte de la población enfrenta diariamente este dilema innecesario? La política debe dejar de usar a los pobres y diseñar un sistema que los libere de los punteros y les devuelva sus derechos y su dignidad. La única manera de lograrlo es unificando los distintos salarios a la niñez existentes en un único ingreso ciudadano universal para todos los menores de edad independientemente de la condición laboral de sus padres.

Ésta es la propuesta de Elisa Carrió y Elisa Carca presentada por primera vez en 1997. El ingreso ciudadano para la niñez (Incini) apunta a distribuir una suma de dinero uniforme, abonado con periodicidad mensual, cuyo acceso inicial no depende de prerrequisitos subjetivos sobre los beneficiarios directos (niños y niñas), ni sobre los padres o tutores. No se exige la demostración de que el beneficiario viva en condiciones de pobreza, o que los padres o tutores estén desempleados o que sean declarados incapaces. Esta incondicionalidad del ingreso no significa la eximir de responsabilidades. La principal es reforzar y complementar los rendimientos de otras políticas, debiendo cumplir como requisitos el control del embarazo, la asistencia sanitaria, cumplir con los planes de vacunación y la obligatoriedad de asistencia escolar.

La respuesta defensiva de la corporación política, tan temerosa de perder su negocio clientelístico con la pobreza, es que la universalidad del beneficio implicaría otorgarles un ingreso a millones de niños de padres afluentes. “¡Démosles sólo a los pobres!” gritan, repitiendo la estrategia de otras batallas épicas en las que supuestamente perseguían la libertad de expresión, mejores jubilaciones o la independencia respecto del FMI.

Lo que ignoran esas voces oficialistas es que los hijos ricos ya reciben un subsidio de parte del Estado. Prefieren ignorar, también, los elementos complementarios y distintivos de nuestra propuesta: el reemplazo del régimen de asignaciones familiares por el ingreso universal a la niñez y la eliminación de la deducción por hijo del impuesto a las Ganancias.

El Incini logra el doble objetivo de llegar a quienes debemos llegar –los niños pobres hijos de padres desempleados o informales– sin mejorar la condición de los niños que no lo necesitan.

Los niños ricos no ganan con el Incini. Ganan todos los otros niños y gana la sociedad igualando las oportunidades desde temprana edad. Hay numerosas variantes presupuestarias para financiar su costo, que representa menos del 1% de lo que el país produce por año. ¿Vamos a seguir permitiendo que ganen unos pocos políticos en detrimento de millones y de los valores que nos hicieron grandes como Nación?

Esta propuesta, cada vez más compartida por otros sectores de la oposición, no es un proyecto de ley más. Implica una definición muy profunda como sociedad. Es nada menos que el intento de revertir décadas de indiferencia frente a la pobreza y exclusión creciente de amplios sectores, que nos alejaron más y más de los sueños de nuestros abuelos. Sueños de un país con oportunidades para todos. Con esperanzas de un futuro mejor. Hay muchas razones para discutir, complementar, consensuar y mejorar este proyecto. Pero ninguna que pueda defender dignamente que al país no le hace falta discutirlo.

(*) El autor es economista y diputado electo por la Coalición Cívica en la Ciudad Autonóma de Buenos Aires

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